Se trata de tres oleadas revolucionarias protagonizadas por la burguesía liberal europea durante la primera mitad de siglo XIX.
La revolución de 1820 afectó fundamentalmente a España, Nápoles y Grecia. Sólo triunfó en este último país, tardando nueve años en hacerlo. Con su insurrección, los griegos perseguían la independencia del Imperio Turco, y eso fue precisamente lo que consiguieron.
En los años treinta se produjo una segunda oleada revolucionaria de mayor relevancia y trascendencia. En ella se entremezclaron los intereses de la burguesía liberal con las reivindicaciones nacionalistas y (atención) las demandas y protestas de la clase obrera. Esto último es importante, pues es muestra de la aparición de un nuevo agente en el panorama político europeo: el proletariado industrial.
Las revolución del 30 fue auspiciada por sociedades secretas con conexiones internacionales y una fuerte presencia en el ejército. Masones y carbonarios jugaron un papel importante.
El epicentro de esta segunda oleada fue Francia, donde el hasta entonces rey Carlos X (un Borbón) se vio forzado a abdicar en el entonces duque de Orleans, Luis Felipe III. Este último, en un intento de calmar las aguas, instauró en el país galo un régimen liberal con sufragio censitario. ¿Funcionó? Basta con decir que fue el último rey de Francia.
En Bélgica y España la revolución tuvo éxito. Los belgas consiguieron su ansiada independencia: la insurrección que protagonizaron culminó con la descomposición del Reino Unido de los Países Bajos (que, por cierto, se había creado en el Congreso de Viena) y el establecimiento del Reino de Bélgica.
En España, una guerra iniciada por una cuestión sucesoria sirvió como excusa para un enfrentamiento armado entre absolutistas y liberales.
Me explico.
Fernando VII falleció en 1833, dejando a su hija Isabel, por entonces una niña de tres años, como única y legítima heredera. Don Carlos María e Isidro, hermano del difunto rey, consideraba que él había de heredar el trono y se negaba a aceptar el testamento de su hermano. Airado, decidió que tomaría la corona por la fuerza y comenzó a movilizar tropas. Ante la amenaza bélica de su cuñado, la Reina Regente, María Cristina de Borbón (madre de la pequeña Isabel) pidió apoyo militar a los liberales (que, recordemos, tenían una fuerte presencia en el ejército), quienes aceptaron a cambio del establecimiento de un régimen liberal en España. Dicho y hecho: la Corona aprobó el Estatuto Real de 1834, que implicaba esencialmente eso: que en España había un sistema liberal. Una monarquía parlamentaria en la que la Corona ejercía el poder ejecutivo y compartía el legislativo con las Cortes. No obstante, no todas las ramas del liberalismo quedaron satisfechas con el documento, que, al fin y al cabo, ni si quiera era una constitución. Prueba de ello es que, pocos años más tarde, liberales más progresistas impulsaron un pronunciamiento militar, forzando a María Cristina a aprobar medidas más avanzadas. Y se consiguió aprobar una constitución liberal y todo, la segunda constitución liberal desde la de 1812. Pero todo eso es otra historia.
Paralelamente, los partidarios del Antiguo Régimen acabaron cobijándose bajo el amparo del infante Don Carlos; un español nato, patriota, defensor de la monarquía tradicional y de la Iglesia, que acabaría con aquellos liberaluchos que María Cristina había aupado al poder.
La guerra resultante, conocida como Primera Guerra Carlista (1833-1840) fue la particular versión española de la revolución del 30. Como se observa, no se trató exactamente de una revolución, pues no fueron los liberales quienes tomaron la iniciativa (de ellos se podría decir, más bien, que supieron aprovecharse de las circunstancias) sino, en primer término, el infante Don Carlos y sus ansias de poder.
La guerra acabó con la victoria del bando isabelino, lo que permitió que el régimen liberal implantado en el 34 se consolidase en nuestro país durante el largo y complicado reinado de Isabel II.
En Polonia, Alemania e Italia la revolución fracasó (fue aplastada por las potencias absolutistas de Rusia, Prusia y Austria), y muchos liberales y nacionalistas de estos países hubieron de exiliarse, sobretodo a Gran Bretaña y Francia.
Me explico.
Fernando VII falleció en 1833, dejando a su hija Isabel, por entonces una niña de tres años, como única y legítima heredera. Don Carlos María e Isidro, hermano del difunto rey, consideraba que él había de heredar el trono y se negaba a aceptar el testamento de su hermano. Airado, decidió que tomaría la corona por la fuerza y comenzó a movilizar tropas. Ante la amenaza bélica de su cuñado, la Reina Regente, María Cristina de Borbón (madre de la pequeña Isabel) pidió apoyo militar a los liberales (que, recordemos, tenían una fuerte presencia en el ejército), quienes aceptaron a cambio del establecimiento de un régimen liberal en España. Dicho y hecho: la Corona aprobó el Estatuto Real de 1834, que implicaba esencialmente eso: que en España había un sistema liberal. Una monarquía parlamentaria en la que la Corona ejercía el poder ejecutivo y compartía el legislativo con las Cortes. No obstante, no todas las ramas del liberalismo quedaron satisfechas con el documento, que, al fin y al cabo, ni si quiera era una constitución. Prueba de ello es que, pocos años más tarde, liberales más progresistas impulsaron un pronunciamiento militar, forzando a María Cristina a aprobar medidas más avanzadas. Y se consiguió aprobar una constitución liberal y todo, la segunda constitución liberal desde la de 1812. Pero todo eso es otra historia.
Paralelamente, los partidarios del Antiguo Régimen acabaron cobijándose bajo el amparo del infante Don Carlos; un español nato, patriota, defensor de la monarquía tradicional y de la Iglesia, que acabaría con aquellos liberaluchos que María Cristina había aupado al poder.
La guerra resultante, conocida como Primera Guerra Carlista (1833-1840) fue la particular versión española de la revolución del 30. Como se observa, no se trató exactamente de una revolución, pues no fueron los liberales quienes tomaron la iniciativa (de ellos se podría decir, más bien, que supieron aprovecharse de las circunstancias) sino, en primer término, el infante Don Carlos y sus ansias de poder.
La guerra acabó con la victoria del bando isabelino, lo que permitió que el régimen liberal implantado en el 34 se consolidase en nuestro país durante el largo y complicado reinado de Isabel II.
En Polonia, Alemania e Italia la revolución fracasó (fue aplastada por las potencias absolutistas de Rusia, Prusia y Austria), y muchos liberales y nacionalistas de estos países hubieron de exiliarse, sobretodo a Gran Bretaña y Francia.
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