miércoles, 12 de septiembre de 2018

Imperialismo

A mediados del medievo, los vikingos alcanzaron el litoral de lo que hoy es Canadá y fundaron en él algunos asentamientos. No obstante, no fue hasta la llegada de la edad moderna y el descubrimiento de América en  cuando los distintos reinos europeos empezaron a marchar con sus barcos a la conquista del mundo. Españoles, portugueses y británicos tomaron la iniciativa comenzando a colonizar el continente americano.

Entre 1519 y 1521 y con el apoyo de alrededor de doscientos mil aliados amerindios, el extremeño

Hernán Cortés derrotó al Imperio azteca y conquistó México. Francisco Pizarro venció al Imperio incaico en 1531, conquista que se convertiría en el Virreinato del Perú.


Barcos españoles también llegaron a Asia: en 1521, el explorador portugués Fernando de Magallanes llegó a lo que hoy conocemos como Islas Filipinas, al suroeste de China, y tomo posesión de ellas para España. El imperio español sería la mayor potencia del mundo durante el siglo  XVI.



En el siglo XVII, franceses y holandeses se unieron a la aventura colonial. En 1614, el holandés Peter Minuit compró la isla de Manhattan a los Lenape por 24 dólares y los neerlandeses fundaron en ella el asentamiento de Nueva Ámsterdam, especializado en el comercio de pieles. En 1664, los ingleses conquistaron la ciudad y la rebautizaron como Nueva York, en honor al duque de York y Albany.

La victoria de las fuerzas de la Compañía Británica de las Indias Orientales en la batalla de Plassey, en 1757, abrió la provincia india de Bengala al dominio británico; y los ingleses llegaron a Australia en 1788, fundando Nueva Gales del Sur. El imperio británico sería la potencia hegemónica durante los siglos XVII y XVIII.


Este movimiento imperialista iniciado por los europeos hacia el final de la edad media se vio enormemente potenciado por la revolución industrial, dándose inicio en el siglo XIX a lo que se conoce como "Nuevo Imperialismo": buena parte de las potencias europeas adoptaron entonces una política de expansión colonial,  centrada fundamentalmente en el único continente que quedaba aún por ocupar: África. De esta forma, muchos de estos países construyeron grandes imperios coloniales en ultramar.

Ente las causas de que tal cosa ocurriese cabe destacar la superioridad económica, tecnológica y organizativa que la revolución industrial había concedido a los europeos. La posesión de colonias daba prestigio a la nación y le proporcionaba materias primas, grandes cantidades de mano de obra barata y nuevos mercados en los que vender los productos fabricados en la metrópoli. Además, algunas colonias tenían una posición estratégica que permitía el control de importantes rutas comerciales marítimas. Todo ello incentivaba a los países de Europa a lanzarse a la carrera  colonial. 

He a continuación una lista de los imperios decimonónicos más notables.


La Inglaterra victoriana

Es el nombre que se le da a la Inglaterra de entre 1837 y 1901, cuando reinaba en ella Victoria I. Se trata de un periodo de la historia inglesa caracterizado por la estabilidad política y la prosperidad económica. Inglaterra seguía siendo esa gran potencia territorial, política y económica que dominaba el mundo. Entre las posesiones británicas se encuentra Canadá, la India, Ceilán, Australia, Nueva Zelanda, Tasmania, Egipto, Hong Kong, Jamaica, Chipre... La presencia británica en África se iría incrementando progresivamente, con adquisiciones como Nigeria o Somalia.
Uno de los principales problemas a los que hubo de hacer frente el gobierno inglés durante la época victoriana fue el nacionalismo irlandés



Francia

En 1848, Napoleón III había dado un golpe de estado y proclamado el II Imperio Francés. Este atravesó dos etapas claramente diferenciadas: una primera muy autoritaria y otra segunda en la que se concedieron mayores libertades y se aprobaron algunas reformas.

El II Imperio Francés tocó su fin en 1870, año en que se proclamó la III República francesa. Esta atravesó una primera fase de gobierno conservador, seguida de un segundo de carácter más reformista y democratizador  durante el que se estableció el sufragio universal y masculino se aprobó legislación social y obrera. La República entabló una guerra con Prusia y la perdió.



El II Reich Alemán

Para finales del siglo XIX, Alemania había experimentado una rápida industrialización  que la había posicionado como la mayor potencia continental.

Tras la unificación, el objetivo del primer ministro alemán, Otto von Bismark, pasó a ser el de aislar diplomáticamente a Francia para impedir su revancha por la pérdida de Alsacia y Lorena en la guerra franco-prusiana (1870-1871). Para ello, Bismark creó toda una serie de sistemas de alianzas. Tras el fracaso del primero, conocido como Entente de los Tres Emperadores (que incluía a Alemania, el Imperio Austro-húngaro y Rusia); Bismark formó un segundo: la Triple Alianza, entre Alemania, Austria e Italia. Además, el prusiano consiguió el apoyo de Rusia y la garantía de neutralidad de Reino Unido (esta última, a cambio de la promesa de que Alemania no se sumaría a la carrera colonial que estaba teniendo lugar en África).

No obstante, Bismark fue apartado del poder en 1890 por el nuevo káiser, Guillermo II, quien envió a Alemania a la construcción de su propio imperio colonial, destruyendo el sistema de alianzas construido por el ex-primer ministro.



El Imperio Austrohúngaro

Los Habsburgo eran una legendaria dinastía europea que, en su momento de mayor esplendor, había llegado a dominar más de medio continente y a controlar posesiones en América y Asia. Se decía que en el imperio de Carlos I de España y V de Alemania (1500-1558), un Habsburgo, no se ponía el sol. No obstante, desde 1700 los dominios de la Casa de Habsburgo se limitaban al nada desdeñable Imperio Austríaco. Este se extendía por las actuales Austria, República Checa, Eslovaquia, Bosnia-Herzegovina, Croacia, Eslovenia y Hungría. Precisamente, las constantes reivindicaciones nacionalistas de los húngaros, que habían dado lugar a una violenta revolución en 1848, hubieron de solucionarse mediante el Compromiso Austro-húngaro de 1867, en el que se reconocía al Reino de Hungría como una entidad autónoma dentro del imperio, de igual importancia y jerarquía que Austria. De esta manera se fundaba el Imperio Austrohúngaro, una monarquía dual en la que el emperador de Austria ostentaba también el titulo rey de Hungría. Francisco José I de Austria (otro Habsburgo) ocuparía ambos cargos hasta 1916. 

Aunque las reivindicaciones nacionalistas no cesaron (no solo los húngaros reivindicaban una mayor autonomía en un estado tan caracterizado por su enorme diversidad étnica y plurinacionalidad), el compromiso del 67 alivió temporalmente las tensiones internas del imperio y concedió a los Habsburgo un cierto respiro en lo referente a política interior. Ahora su atención se centraba en la zona de los Balcanes, donde complicadas tensiones los enfrentaban al mismísimo Imperio Ruso.



El Imperio Ruso

Otra casa de renombre era la dinastía Romanov, que había accedido al trono de Rusia en 1613 y se había mantenido desde entonces en el poder.

El Imperio ruso era, a finales del siglo XIX, un gigante territorial y demográfico muy atrasado desde el punto de vista social, político y económico. Para empezar, era la única gran potencia que no contaba con un régimen parlamentario. Además, la servidumbre de los campesinos no fue abolida hasta 1861. Estos son sólo algunos ejemplos.

A finales del siglo, Rusia emprendió una rápida industrialización que provocó graves tensiones sociales. El signo más visible de la modernización fue la construcción de ferrocarriles como el transiberiano, que unía Moscú con el Pacífico.

Las ambiciones del Imperio ruso se dirigían hacia Europa Oriental, Asia Central y Extremo Oriente. En la primera de estas zonas su expansión chocaba con la de austriacos y turcos, mientras que en las otras dos suscitaba el recelo de británicos y japoneses.

El Imperio turco-otomano 
De gran extensión, se trataba de un régimen teocrático encabezado por el sultán, la máxima autoridad política y religiosa: todo un anacronismo a finales del siglo XIX. Con graves problemas de nacionalismo (árabes, bálticos...), el despotismo del sultanato resultó en episodios tales como el genocidio armenio.

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