miércoles, 5 de septiembre de 2018

Las ideologías obreras

Antes de la Revolución Industrial, toda la fabricación de bienes y productos recaía en manos de los artesanos. Se organizaban en gremios, asociaciones surgidas en la edad media  que aún perduraban a finales del siglo XVIII. Los artesanos vivían entregados a su actividad y, aunque difícil, mantenían la esperanza de poder alcanzar, quien sabe, algún día, el grado de maestro. Ello requería años y años de aprendizaje y trabajo arduo en los que adquirir una gran destreza dentro del oficio.

Con las nuevas máquinas, no obstante, todo cambió por completo. Una máquina de hilar, por ejemplo,  podía ser manejada por unas pocas personas sin preparación, y era capaz de realizar más trabajo que el hasta entonces llevado a cabo  por cien tejedores expertos en el oficio. Así lo explica el gran Ernst H. Gombrich en su Breve Historia del Mundo (1999):
¿Qué harían ahora los tejedores de una ciudad si, de pronto, se instalaba allí una de esas máquinas? Ya no se les necesitaba. Lo aprendido en un trabajo de años como aprendices y oficiales resultaba totalmente superfluo; la máquina lo hacía más rápido, y hasta mejor, e incomparablemente más barato, pues no necesita comer ni dormir como una persona. No le hace falta descansar jamás. El fabricante, con su máquina, se ahorraba o podía emplear en provecho propio todo lo que habrían necesitado cien tejedores para llevar una vida feliz. Sin embargo, ¿no necesitaba también él trabajadores para hacer funcionar la máquina? Sin duda. Pero, en primer lugar, muy pocos; y en segundo, sin ninguna preparación.
Pero, sobre todo, hubo algo más: los cien tejedores de la ciudad se quedaron ahora sin empleo. Morirían de hambre irremediablemente, pues su trabajo lo realizaba una máquina. No obstante, como es natural, antes de morir de hambre junto con su familia, una persona está dispuesta a todo. Incluso, a trabajar por una cantidad de dinero increíblemente escasa, con tal de recibir cualquier cosa para seguir viviendo y trabajando. Así, el fabricante dueño de las máquinas podía llamar a los cien tejedores hambrientos y decirles: «Necesito cinco personas que atiendan mis máquinas y mi fábrica. ¿Por cuánto dinero lo haríais?». Aunque hubiese en ese momento alguien que respondiera: «Quiero una cantidad que me permita vivir tan feliz como antes», es posible que otro dijese: «Me basta con poder comprar cada día una rebanada de pan y un kilo de patatas». Y un tercero, al ver que éste le arrebataba su última posibilidad de vivir, afirmaría: «Lo intentaré con media rebanada de pan». Y cuatro más añadirían: «Nosotros también». «De acuerdo —respondería el fabricante—, en ese caso probaré con vosotros. ¿Cuántas horas queréis trabajar al día?». «Diez horas», diría uno. «Doce», diría el segundo, para no perder aquella oportunidad. «Yo puedo trabajar dieciséis», exclamaría el tercero. Al fin y al cabo, les iba la vida en ello. «Bien», diría el fabricante, «en tal caso, me quedo contigo. Pero, ¿qué hará mi máquina mientras tú duermes? ¡No necesita dormir!». «Puedo mandar a mi hijo de diez años», diría el tejedor desesperado. «¿Y qué he de darle?». «Dale un par de monedas para pan con mantequilla». «La mantequilla sobra», diría, quizá, el fabricante. Y así se cerraba el negocio. Pero los otros 95 tejedores en paro tendrían que morir de hambre o procurar que los aceptaran en otra fábrica.
No creas que todos los fabricantes eran, en realidad, tipos tan malos como te lo he descrito aquí. Pero el más malvado y que pagara menos podía vender más barato que nadie y tenía, por tanto, el mayor éxito. Así pues, los demás se veían obligados a tratar a los trabajadores de manera similar, contra su conciencia y su compasión.
La gente estaba desesperada. ¿Para qué aprender, para qué esforzarse en realizar un bello y delicado trabajo manual? La máquina hacía lo mismo en una centésima de tiempo y, a menudo, de manera más regular y cien veces más barata. Así, antiguos tejedores, herreros, hilanderos y carpinteros caían en una miseria cada vez mayor e iban de fábrica en fábrica con la esperanza de que les permitieran trabajar en ellas por unos céntimos.

El primer gesto de protesta de los trabajadores se dirigió contra la innovación tecnológica: se atacaron fábricas y se destruyeron máquinas. No obstante, el ludismo (pues ese era el nombre de esta corriente) tuvo una corta vida: pronto se hizo evidente que la industria creaba más puestos de trabajo de los que eliminaba.

Una segunda reacción consistió en la formación de sindicatos, organizaciones de obreros que intentaban negociar los salarios y las condiciones laborales, utilizando como arma principal las huelgas: interrupciones colectivas de la actividad laboral de los trabajadores. La burguesía aprovechó el poder que había adquirido en las revoluciones liberales para ilegalizar estas asociaciones y actuar policialmente contra las huelgas.

La reacción tercera fue la aparición, promulgación y divulgación del socialismo, ideología que defendía una economía basada en la propiedad y administración colectiva o estatal de los medios de producción y la distribución de los bienes.

Después de los primeros pensadores socialistas llegó el socialismo de Marx y Engels. Ambos autores publicaron en 1848 un libro titulado Manifiesto Comunista. En él explicaban que en todas las sociedades pasadas y presentes había habido y había una clase oprimida y otra opresora. De esta forma, definían la historia como una sucesión de conflictos sociales, una lucha continuada entre clases antagónicas. Afirmaban que el proletariado había de poner fin a ese largo proceso histórico e inauguraría una sociedad sin clases. Marx y Engels predecían que los obreros  tomarían conciencia de que eran explotados y se organizarían para tomar el poder, protagonizando una revolución. Una vez en el poder, habrían de desmantelar el capitalismo y así alcanzar la sociedad comunista.

Esta sociedad ideal se organizaría de tal modo que todo el mundo tuviese trabajo y vivienda, y recibiese bienes y alimentos en función de sus necesidades. De esta forma, tanto el trabajo como el producto del mismo quedarían repartidos de forma equitativa entre la población. No habría desigualdad.

La diferencia es notable: en el modelo capitalista, el burgués dueño de una fábrica se hace con una parte importante de la riqueza que los obreros que hay en ella generan con su trabajo. En cambio, al eliminar a la burguesía como clase social y establecer la propiedad colectiva de los medios de producción, toda la riqueza generada por los trabajadores quedaría repartida entre ellos, sin que nadie les pudiese arrebatar una fracción  de la misma por el mero hecho de ser el propietario.

El anarquismo, por otra parte, rechazaba toda forma de autoridad. Aunque el pensamiento anarquista es muy heterogéneo, en líneas generales se podría decir que los anarquistas consideraban que se había de producir una gran huelga general revolucionaria que destruyese el estado. Hecho esto, la sociedad había de organizarse en comunas: uniones libres, voluntarias y solidarias de personas que cooperan entre sí para satisfacer conjuntamente las necesidades de todos. En estas comunas, que podrían federarse para colaborar entre sí y compartir recursos,  también existiría la propiedad colectiva de los medios de producción.



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