miércoles, 12 de septiembre de 2018

Imperialismo

A mediados del medievo, los vikingos alcanzaron el litoral de lo que hoy es Canadá y fundaron en él algunos asentamientos. No obstante, no fue hasta la llegada de la edad moderna y el descubrimiento de América en  cuando los distintos reinos europeos empezaron a marchar con sus barcos a la conquista del mundo. Españoles, portugueses y británicos tomaron la iniciativa comenzando a colonizar el continente americano.

Entre 1519 y 1521 y con el apoyo de alrededor de doscientos mil aliados amerindios, el extremeño

Hernán Cortés derrotó al Imperio azteca y conquistó México. Francisco Pizarro venció al Imperio incaico en 1531, conquista que se convertiría en el Virreinato del Perú.


Barcos españoles también llegaron a Asia: en 1521, el explorador portugués Fernando de Magallanes llegó a lo que hoy conocemos como Islas Filipinas, al suroeste de China, y tomo posesión de ellas para España. El imperio español sería la mayor potencia del mundo durante el siglo  XVI.



En el siglo XVII, franceses y holandeses se unieron a la aventura colonial. En 1614, el holandés Peter Minuit compró la isla de Manhattan a los Lenape por 24 dólares y los neerlandeses fundaron en ella el asentamiento de Nueva Ámsterdam, especializado en el comercio de pieles. En 1664, los ingleses conquistaron la ciudad y la rebautizaron como Nueva York, en honor al duque de York y Albany.

La victoria de las fuerzas de la Compañía Británica de las Indias Orientales en la batalla de Plassey, en 1757, abrió la provincia india de Bengala al dominio británico; y los ingleses llegaron a Australia en 1788, fundando Nueva Gales del Sur. El imperio británico sería la potencia hegemónica durante los siglos XVII y XVIII.


Este movimiento imperialista iniciado por los europeos hacia el final de la edad media se vio enormemente potenciado por la revolución industrial, dándose inicio en el siglo XIX a lo que se conoce como "Nuevo Imperialismo": buena parte de las potencias europeas adoptaron entonces una política de expansión colonial,  centrada fundamentalmente en el único continente que quedaba aún por ocupar: África. De esta forma, muchos de estos países construyeron grandes imperios coloniales en ultramar.

Ente las causas de que tal cosa ocurriese cabe destacar la superioridad económica, tecnológica y organizativa que la revolución industrial había concedido a los europeos. La posesión de colonias daba prestigio a la nación y le proporcionaba materias primas, grandes cantidades de mano de obra barata y nuevos mercados en los que vender los productos fabricados en la metrópoli. Además, algunas colonias tenían una posición estratégica que permitía el control de importantes rutas comerciales marítimas. Todo ello incentivaba a los países de Europa a lanzarse a la carrera  colonial. 

He a continuación una lista de los imperios decimonónicos más notables.


La Inglaterra victoriana

Es el nombre que se le da a la Inglaterra de entre 1837 y 1901, cuando reinaba en ella Victoria I. Se trata de un periodo de la historia inglesa caracterizado por la estabilidad política y la prosperidad económica. Inglaterra seguía siendo esa gran potencia territorial, política y económica que dominaba el mundo. Entre las posesiones británicas se encuentra Canadá, la India, Ceilán, Australia, Nueva Zelanda, Tasmania, Egipto, Hong Kong, Jamaica, Chipre... La presencia británica en África se iría incrementando progresivamente, con adquisiciones como Nigeria o Somalia.
Uno de los principales problemas a los que hubo de hacer frente el gobierno inglés durante la época victoriana fue el nacionalismo irlandés



Francia

En 1848, Napoleón III había dado un golpe de estado y proclamado el II Imperio Francés. Este atravesó dos etapas claramente diferenciadas: una primera muy autoritaria y otra segunda en la que se concedieron mayores libertades y se aprobaron algunas reformas.

El II Imperio Francés tocó su fin en 1870, año en que se proclamó la III República francesa. Esta atravesó una primera fase de gobierno conservador, seguida de un segundo de carácter más reformista y democratizador  durante el que se estableció el sufragio universal y masculino se aprobó legislación social y obrera. La República entabló una guerra con Prusia y la perdió.



El II Reich Alemán

Para finales del siglo XIX, Alemania había experimentado una rápida industrialización  que la había posicionado como la mayor potencia continental.

Tras la unificación, el objetivo del primer ministro alemán, Otto von Bismark, pasó a ser el de aislar diplomáticamente a Francia para impedir su revancha por la pérdida de Alsacia y Lorena en la guerra franco-prusiana (1870-1871). Para ello, Bismark creó toda una serie de sistemas de alianzas. Tras el fracaso del primero, conocido como Entente de los Tres Emperadores (que incluía a Alemania, el Imperio Austro-húngaro y Rusia); Bismark formó un segundo: la Triple Alianza, entre Alemania, Austria e Italia. Además, el prusiano consiguió el apoyo de Rusia y la garantía de neutralidad de Reino Unido (esta última, a cambio de la promesa de que Alemania no se sumaría a la carrera colonial que estaba teniendo lugar en África).

No obstante, Bismark fue apartado del poder en 1890 por el nuevo káiser, Guillermo II, quien envió a Alemania a la construcción de su propio imperio colonial, destruyendo el sistema de alianzas construido por el ex-primer ministro.



El Imperio Austrohúngaro

Los Habsburgo eran una legendaria dinastía europea que, en su momento de mayor esplendor, había llegado a dominar más de medio continente y a controlar posesiones en América y Asia. Se decía que en el imperio de Carlos I de España y V de Alemania (1500-1558), un Habsburgo, no se ponía el sol. No obstante, desde 1700 los dominios de la Casa de Habsburgo se limitaban al nada desdeñable Imperio Austríaco. Este se extendía por las actuales Austria, República Checa, Eslovaquia, Bosnia-Herzegovina, Croacia, Eslovenia y Hungría. Precisamente, las constantes reivindicaciones nacionalistas de los húngaros, que habían dado lugar a una violenta revolución en 1848, hubieron de solucionarse mediante el Compromiso Austro-húngaro de 1867, en el que se reconocía al Reino de Hungría como una entidad autónoma dentro del imperio, de igual importancia y jerarquía que Austria. De esta manera se fundaba el Imperio Austrohúngaro, una monarquía dual en la que el emperador de Austria ostentaba también el titulo rey de Hungría. Francisco José I de Austria (otro Habsburgo) ocuparía ambos cargos hasta 1916. 

Aunque las reivindicaciones nacionalistas no cesaron (no solo los húngaros reivindicaban una mayor autonomía en un estado tan caracterizado por su enorme diversidad étnica y plurinacionalidad), el compromiso del 67 alivió temporalmente las tensiones internas del imperio y concedió a los Habsburgo un cierto respiro en lo referente a política interior. Ahora su atención se centraba en la zona de los Balcanes, donde complicadas tensiones los enfrentaban al mismísimo Imperio Ruso.



El Imperio Ruso

Otra casa de renombre era la dinastía Romanov, que había accedido al trono de Rusia en 1613 y se había mantenido desde entonces en el poder.

El Imperio ruso era, a finales del siglo XIX, un gigante territorial y demográfico muy atrasado desde el punto de vista social, político y económico. Para empezar, era la única gran potencia que no contaba con un régimen parlamentario. Además, la servidumbre de los campesinos no fue abolida hasta 1861. Estos son sólo algunos ejemplos.

A finales del siglo, Rusia emprendió una rápida industrialización que provocó graves tensiones sociales. El signo más visible de la modernización fue la construcción de ferrocarriles como el transiberiano, que unía Moscú con el Pacífico.

Las ambiciones del Imperio ruso se dirigían hacia Europa Oriental, Asia Central y Extremo Oriente. En la primera de estas zonas su expansión chocaba con la de austriacos y turcos, mientras que en las otras dos suscitaba el recelo de británicos y japoneses.

El Imperio turco-otomano 
De gran extensión, se trataba de un régimen teocrático encabezado por el sultán, la máxima autoridad política y religiosa: todo un anacronismo a finales del siglo XIX. Con graves problemas de nacionalismo (árabes, bálticos...), el despotismo del sultanato resultó en episodios tales como el genocidio armenio.

miércoles, 5 de septiembre de 2018

Las ideologías obreras

Antes de la Revolución Industrial, toda la fabricación de bienes y productos recaía en manos de los artesanos. Se organizaban en gremios, asociaciones surgidas en la edad media  que aún perduraban a finales del siglo XVIII. Los artesanos vivían entregados a su actividad y, aunque difícil, mantenían la esperanza de poder alcanzar, quien sabe, algún día, el grado de maestro. Ello requería años y años de aprendizaje y trabajo arduo en los que adquirir una gran destreza dentro del oficio.

Con las nuevas máquinas, no obstante, todo cambió por completo. Una máquina de hilar, por ejemplo,  podía ser manejada por unas pocas personas sin preparación, y era capaz de realizar más trabajo que el hasta entonces llevado a cabo  por cien tejedores expertos en el oficio. Así lo explica el gran Ernst H. Gombrich en su Breve Historia del Mundo (1999):
¿Qué harían ahora los tejedores de una ciudad si, de pronto, se instalaba allí una de esas máquinas? Ya no se les necesitaba. Lo aprendido en un trabajo de años como aprendices y oficiales resultaba totalmente superfluo; la máquina lo hacía más rápido, y hasta mejor, e incomparablemente más barato, pues no necesita comer ni dormir como una persona. No le hace falta descansar jamás. El fabricante, con su máquina, se ahorraba o podía emplear en provecho propio todo lo que habrían necesitado cien tejedores para llevar una vida feliz. Sin embargo, ¿no necesitaba también él trabajadores para hacer funcionar la máquina? Sin duda. Pero, en primer lugar, muy pocos; y en segundo, sin ninguna preparación.
Pero, sobre todo, hubo algo más: los cien tejedores de la ciudad se quedaron ahora sin empleo. Morirían de hambre irremediablemente, pues su trabajo lo realizaba una máquina. No obstante, como es natural, antes de morir de hambre junto con su familia, una persona está dispuesta a todo. Incluso, a trabajar por una cantidad de dinero increíblemente escasa, con tal de recibir cualquier cosa para seguir viviendo y trabajando. Así, el fabricante dueño de las máquinas podía llamar a los cien tejedores hambrientos y decirles: «Necesito cinco personas que atiendan mis máquinas y mi fábrica. ¿Por cuánto dinero lo haríais?». Aunque hubiese en ese momento alguien que respondiera: «Quiero una cantidad que me permita vivir tan feliz como antes», es posible que otro dijese: «Me basta con poder comprar cada día una rebanada de pan y un kilo de patatas». Y un tercero, al ver que éste le arrebataba su última posibilidad de vivir, afirmaría: «Lo intentaré con media rebanada de pan». Y cuatro más añadirían: «Nosotros también». «De acuerdo —respondería el fabricante—, en ese caso probaré con vosotros. ¿Cuántas horas queréis trabajar al día?». «Diez horas», diría uno. «Doce», diría el segundo, para no perder aquella oportunidad. «Yo puedo trabajar dieciséis», exclamaría el tercero. Al fin y al cabo, les iba la vida en ello. «Bien», diría el fabricante, «en tal caso, me quedo contigo. Pero, ¿qué hará mi máquina mientras tú duermes? ¡No necesita dormir!». «Puedo mandar a mi hijo de diez años», diría el tejedor desesperado. «¿Y qué he de darle?». «Dale un par de monedas para pan con mantequilla». «La mantequilla sobra», diría, quizá, el fabricante. Y así se cerraba el negocio. Pero los otros 95 tejedores en paro tendrían que morir de hambre o procurar que los aceptaran en otra fábrica.
No creas que todos los fabricantes eran, en realidad, tipos tan malos como te lo he descrito aquí. Pero el más malvado y que pagara menos podía vender más barato que nadie y tenía, por tanto, el mayor éxito. Así pues, los demás se veían obligados a tratar a los trabajadores de manera similar, contra su conciencia y su compasión.
La gente estaba desesperada. ¿Para qué aprender, para qué esforzarse en realizar un bello y delicado trabajo manual? La máquina hacía lo mismo en una centésima de tiempo y, a menudo, de manera más regular y cien veces más barata. Así, antiguos tejedores, herreros, hilanderos y carpinteros caían en una miseria cada vez mayor e iban de fábrica en fábrica con la esperanza de que les permitieran trabajar en ellas por unos céntimos.

El primer gesto de protesta de los trabajadores se dirigió contra la innovación tecnológica: se atacaron fábricas y se destruyeron máquinas. No obstante, el ludismo (pues ese era el nombre de esta corriente) tuvo una corta vida: pronto se hizo evidente que la industria creaba más puestos de trabajo de los que eliminaba.

Una segunda reacción consistió en la formación de sindicatos, organizaciones de obreros que intentaban negociar los salarios y las condiciones laborales, utilizando como arma principal las huelgas: interrupciones colectivas de la actividad laboral de los trabajadores. La burguesía aprovechó el poder que había adquirido en las revoluciones liberales para ilegalizar estas asociaciones y actuar policialmente contra las huelgas.

La reacción tercera fue la aparición, promulgación y divulgación del socialismo, ideología que defendía una economía basada en la propiedad y administración colectiva o estatal de los medios de producción y la distribución de los bienes.

Después de los primeros pensadores socialistas llegó el socialismo de Marx y Engels. Ambos autores publicaron en 1848 un libro titulado Manifiesto Comunista. En él explicaban que en todas las sociedades pasadas y presentes había habido y había una clase oprimida y otra opresora. De esta forma, definían la historia como una sucesión de conflictos sociales, una lucha continuada entre clases antagónicas. Afirmaban que el proletariado había de poner fin a ese largo proceso histórico e inauguraría una sociedad sin clases. Marx y Engels predecían que los obreros  tomarían conciencia de que eran explotados y se organizarían para tomar el poder, protagonizando una revolución. Una vez en el poder, habrían de desmantelar el capitalismo y así alcanzar la sociedad comunista.

Esta sociedad ideal se organizaría de tal modo que todo el mundo tuviese trabajo y vivienda, y recibiese bienes y alimentos en función de sus necesidades. De esta forma, tanto el trabajo como el producto del mismo quedarían repartidos de forma equitativa entre la población. No habría desigualdad.

La diferencia es notable: en el modelo capitalista, el burgués dueño de una fábrica se hace con una parte importante de la riqueza que los obreros que hay en ella generan con su trabajo. En cambio, al eliminar a la burguesía como clase social y establecer la propiedad colectiva de los medios de producción, toda la riqueza generada por los trabajadores quedaría repartida entre ellos, sin que nadie les pudiese arrebatar una fracción  de la misma por el mero hecho de ser el propietario.

El anarquismo, por otra parte, rechazaba toda forma de autoridad. Aunque el pensamiento anarquista es muy heterogéneo, en líneas generales se podría decir que los anarquistas consideraban que se había de producir una gran huelga general revolucionaria que destruyese el estado. Hecho esto, la sociedad había de organizarse en comunas: uniones libres, voluntarias y solidarias de personas que cooperan entre sí para satisfacer conjuntamente las necesidades de todos. En estas comunas, que podrían federarse para colaborar entre sí y compartir recursos,  también existiría la propiedad colectiva de los medios de producción.



lunes, 3 de septiembre de 2018

La sociedad de clases y el capitalismo

Las transformaciones políticas producidas entre finales del siglo XVIII y la primera mitad del siglo XIX llevaron, junto a la Revolución Industrial, a la aparición de un nuevo modelo de sociedad: la sociedad de clases.

Se trata de una sociedad dividida en clases dinámicas y definidas según criterios fundamentalmente económicos. En el siglo XIX, las dos clases protagonistas eran la burguesía y el proletariado.

La burguesía estaba constituida por los dueños de las empresas y de los medios de producción. Se trataba de una clase social competitiva, emprendedora y dinámica. Sus miembros estaban en constante lucha por ascender y mantener su puesto en la escala social, y gozaban de una buena calidad de vida.


Por otra parte, el proletariado estaba formado por los trabajadores de las fábricas, minas, astilleros, fundiciones... Eran explotados por la burguesía: sus condiciones laborales eran degradantes y peligrosas y cobraban salarios mínimos. Esto último hacía que, a menudo, toda la familia tuviese que trabajar para mantenerse; por lo que, con frecuencia, la vida laboral de los miembros de la clase trabajadora comenzaba en la infancia. El trabajo infantil en minas y fabricas estaba ampliamente extendido.

Además, los reducidos  salarios confinaban a las familias obreras en viviendas de escasas proporciones y pobre construcción que se amontonaban en zonas suburbanas.


Por otra parte, las mencionadas transformaciones también llevaron a la aparición de un nuevo sistema económico: el capitalismo, basado en la propiedad privada de los medios de producción y el libre mercado. En este modelo, la intervención del Estado en la economía es mínima y el mercado se autorregula por la libre interacción de miles y miles de agentes económicos.

viernes, 31 de agosto de 2018

Los avances tecnológicos de la Revolución Industrial

Sin duda alguna, la invención más importante detrás de la Revolución Industrial fue la máquina de vapor, patentada por James Watt en 1769 (aunque él no tuvo la idea original). Esta producía una corriente continua de vapor capaz de hacer girar una rueda a ritmo constante. De este modo, bien aprovechada, la máquina era capaz de realizar el trabajo de muchos hombres o animales a ritmo continuo y sin paradas para descansar.

La máquina de vapor se aplicó a la industria textil. Se mecanizaron las tareas de hilar y tejer y  la producción se multiplicó a un ritmo vertiginoso. Surgió la fábrica textil, donde un elevado número de obreros manejaban unas máquinas que producían grandes cantidades de paño a un precio muy reducido, contra el que ningún taller de artesanos  podía competir.

El hecho de que la cada vez más extendida máquina de vapor utilizase carbón como combustible disparó la demanda de este recurso natural. Esto llevó al desarrollo de la minería, sector económico en el que se produjeron importantes avances. La propia máquina de vapor fue uno de ellos; se utilizaba para achicar el agua de las minas.

También se produjeron mejoras en los transportes. Apareció el ferrocarril y el barco de vapor, y se construyeron carreteras y canales. En cierto modo, era necesario: grandes cantidades de materias primas habían de llegar hasta las industrias que las demandaban; y la abundante producción, hasta los consumidores. 

Dado que las nuevas máquinas estaban hechas fundamentalmente de hierro, el aumento en su fabricación disparó la demanda de este metal, lo que condujo a numerosos adelantos en el sector siderúrgico. Gracias a los nuevos procedimientos técnicos y al carbón, que permitía alcanzar temperaturas muy elevadas para fundir los metales, se comenzaron a producir materiales de mucha mejor calidad.

jueves, 30 de agosto de 2018

¿Por qué se produjo la revolución industrial? ¿Por qué se inció en Gran Bretaña?

La revolución industrial fue un proceso de crecimiento continuo y acelerado de la economía que transformó todos los ámbitos de la vida humana como no lo había hecho ningún otro acontecimiento o proceso histórico desde el Neolítico. 

La economía anterior a la revolución industrial recibe el nombre de economía preindustrial. Estaba basada en la agricultura y la ganadería y, en ella, la energía principal era la fuerza muscular (ya fuese humana o animal). La economía posterior a la industrialización, por otra parte, recibe el nombre de economía industrial. En ella, la industria tiene un peso muy importante (dejando el sector primario de representar el grueso de la economía) y el trabajo se realiza mediante máquinas que se alimentan de otras fuentes de energía (distintas a la muscular).

La revolución industrial se inició en Gran Bretaña. Pero ¿por qué?

En primer lugar, las revoluciones políticas que se habían producido en la isla a lo largo del siglo XVII habían acarreado profundos cambios. Se había llegado a una sociedad de clases, establecido la propiedad privada de la tierra y conseguido gran cantidad de libertades para la burguesía. 

También hay que tener en cuenta el enorme poderío naval de los británicos, que les confería el control sobre numerosas rutas comerciales oceánicas. La acumulación de capital procedente del comercio colonial y la posterior inversión de dicho capital en la agricultura y la industria fueron, sin lugar a dudas, factores que contribuyeron enormemente al estallido de la revolución.

Por otra parte, Gran Bretaña cuenta con toda una serie de ventajas naturales que facilitaban y abarataban el transporte fluvial y marítimo. La presencia de abundantes yacimientos de carbón en la isla también facilitó el inicio de la industrialización.

Por último, se ha de destacar la revolución agraria protagonizada por los británicos a partir de mediados del siglo XVII como una de las principales causas del estallido de la revolución industrial en Gran Bretaña. Se habían impulsado sistemas de rotación trienal de los cultivos y se había desarrollado nueva maquinaria. Estos y otros avances habían llevado a la aparición de la figura del agricultor empresario, que obtenía de sus tierras grandes beneficios empleando, gracias a la mecanización del medio rural, muy poca mano de obra. Con las nuevas máquinas se requerían muchos menos jornaleros para trabajar la tierra y, a menudo, los que se quedaban sin trabajo emigraban a la ciudad en busca de un furo mejor, donde con frecuencia encontraban trabajo la incipiente industria. Es lo que se conoce como éxodo rural. De esta forma, el campo británico iba dejando paso a la ciudad y, el sector primario, al secundario.

Esta revolución agraria había dado lugar a un aumento de la producción de alimentos que, junto con avances médicos e higiénicos y un aumento de la natalidad, había comportado una importante revolución demográfica: la población británica había aumentado de forma considerable. Si en 1700 rondaba los cinco millones y medio de personas, para 1800 había alcanzado los nueve. Sin duda, este aumento poblacional contribuyó en gran medida a que se produjese la industrialización. 

miércoles, 29 de agosto de 2018

La revolución de 1848

Conocida bajo el nombre de "la primavera de los pueblos", la revolución de 1848 estuvo protagonizada por sectores pequeñoburgueses, obreros y estudiantes. Se inició en Francia, para después extenderse por toda Europa. 

Su principal causa fue el descontento de las clases populares por la negación de derechos y libertades a la que estaban sometidas, acrecentado por la crisis económica de 1847. Esta fue, al mismo tiempo, una crisis de subsistencias producida por las malas cosechas de la patata y una crisis comercial que afectó gravemente a los sectores industrial y financiero.


La revolución del 48 en Francia

En febrero, el avance de la revolución forzó la abdicación del hasta entonces rey Luis Felipe III de Orleans, proclamándose la II República francesa. El nuevo gobierno republicano, que contaba con miembros socialistas, aprobó toda una serie de medidas radicalmente progresistas para la época: implantó la jornada laboral de diez horas, estableció la libertad de asociación y la libertad de prensa, proclamó el derecho al trabajo y declaró el sufragio universal masculino. Además, se crearon toda una serie de Talleres Nacionales para reducir el paro, pero terminaron siendo un fracaso y fueron clausurados.

A partir de junio, la revolución se radicalizó. La pequeña burguesía se separó del proletariado para aliarse con la alta burguesía. De esta forma, lo que inicialmente había sido una sublevación para acabar con los últimos vestigios del Antiguo Régimen en Francia acabó convertido en un conflicto interclasista: una lucha entre la burguesía y el proletariado que se saldó con fuertes repressalias (por ambas partes).

En noviembre se aprobó una nueva constitución y en diciembre se nombró presidente de la república al sobrino de Napoleón, Luis Napoleón Bonaparte, que en 1852 mandó al traste toda reivindicación revolucionaria proclamándose emperador bajo el nombre de Napoleón III. Se dio inicio de esta manera al II Imperio Francés.


La revolución del 48 en el resto de Europa

En el Imperio Austríaco, el primer ministro Metternich se vio forzado a huir y el emperador Fernando I hubo de aceptar la formación de una asamblea constituyente. En Hungría, donde tuvieron un mayor peso las reivindicaciones nacionalistas y la revolución adquirió un claro carácter secesionista, la insurrección triunfó y, aunque el reino no consiguió la independencia, sí logró una mayor autonomía dentro del imperio.

En Alemania e Italia la revolución del 48 también adquirió un marcado sentido nacionalista. El rey Federico Guillermo IV de Prusia se vio forzado a aceptar una constitución y el establecimiento del sufragio censitario. Para los italianos, por otra parte, la revolución supuso el punto de partida del proceso de unificación.

La revolución de 1848 supuso el inicio de una progresiva democratización, así como la incorporación de la clase trabajadora a la lucha política. El proletariado comenzó a adquirir conciencia de clase y se constituyó como un movimiento autónomo separado de los intereses burgueses.

domingo, 26 de agosto de 2018

Revoluciones liberales de 1820 y 1830

Se trata de tres oleadas revolucionarias protagonizadas por la burguesía liberal europea durante la primera mitad de siglo XIX.

La revolución de 1820 afectó fundamentalmente a España, Nápoles y Grecia. Sólo triunfó en este último país, tardando nueve años en hacerlo. Con su insurrección, los griegos perseguían la independencia del Imperio Turco, y eso fue precisamente lo que consiguieron.

En los años treinta se produjo una segunda oleada revolucionaria de mayor relevancia y trascendencia. En ella se entremezclaron los intereses de la burguesía liberal con las reivindicaciones nacionalistas y (atención) las demandas y protestas de la clase obrera. Esto último es importante, pues es muestra de la aparición de un nuevo agente en el panorama político europeo: el proletariado industrial.

Las revolución del 30 fue auspiciada por sociedades secretas con conexiones internacionales y una fuerte presencia en el ejército. Masones y carbonarios jugaron un papel importante. 

El epicentro de esta segunda oleada fue Francia, donde el hasta entonces rey Carlos X (un Borbón) se vio forzado a abdicar en el entonces duque de Orleans, Luis Felipe III. Este último, en un intento de calmar las aguas, instauró en el país galo un régimen liberal con sufragio censitario. ¿Funcionó? Basta con decir que fue el último rey de Francia.

En Bélgica y España la revolución tuvo éxito. Los belgas consiguieron su ansiada independencia: la insurrección que protagonizaron culminó con la descomposición del Reino Unido de los Países Bajos (que, por cierto, se había creado en el Congreso de Viena) y el establecimiento del Reino de Bélgica.
En España, una guerra iniciada por una cuestión sucesoria  sirvió como excusa para un enfrentamiento armado  entre absolutistas y liberales.

Me explico.

Fernando VII falleció en 1833, dejando a su hija Isabel, por entonces una niña de tres años, como única y legítima heredera. Don Carlos María e Isidro, hermano del difunto rey, consideraba que él había de heredar el trono y se negaba a aceptar el testamento de su hermano. Airado, decidió que tomaría la corona por la fuerza y comenzó a movilizar tropas.  Ante la amenaza bélica de su cuñado, la Reina Regente, María Cristina de Borbón (madre de la pequeña Isabel) pidió apoyo militar a los liberales (que, recordemos, tenían una fuerte presencia en el ejército), quienes aceptaron a cambio del establecimiento de un régimen liberal en  España. Dicho y hecho: la Corona aprobó el Estatuto Real de 1834, que implicaba esencialmente eso: que en España había un sistema liberal. Una monarquía parlamentaria en la que la Corona ejercía el poder ejecutivo y compartía el legislativo con las Cortes. No obstante, no todas las ramas del liberalismo quedaron satisfechas con el documento, que, al fin y al cabo, ni si quiera era una constitución. Prueba de ello es que, pocos años más tarde, liberales más progresistas impulsaron un pronunciamiento militar, forzando a María Cristina a aprobar medidas más avanzadas. Y se consiguió aprobar una constitución liberal y todo, la segunda constitución liberal desde la de 1812. Pero todo eso es otra historia.

Paralelamente, los partidarios del Antiguo Régimen acabaron cobijándose bajo el amparo del infante Don Carlos; un español nato, patriota, defensor de la monarquía tradicional y de la Iglesia, que acabaría con aquellos liberaluchos que María Cristina había aupado al poder.

La guerra resultante, conocida como Primera Guerra Carlista (1833-1840) fue la particular versión española de la revolución del 30. Como se observa, no se trató exactamente de una revolución, pues no fueron los liberales quienes tomaron la iniciativa (de ellos se podría decir, más bien, que supieron aprovecharse de las circunstancias) sino, en primer término, el infante Don Carlos y sus ansias de poder.
La guerra acabó con la victoria del bando isabelino, lo que permitió que el régimen liberal implantado en el 34 se consolidase en nuestro país durante el largo y complicado reinado de Isabel II.

En Polonia, Alemania e Italia la revolución fracasó (fue aplastada por las potencias absolutistas de Rusia, Prusia y Austria), y muchos liberales y nacionalistas de estos países hubieron de exiliarse, sobretodo a Gran Bretaña y Francia.

Ciencia y religión

La Iglesia fue, durante los casi diez siglos que duró la Edad Media, una de las organizaciones más poderosas de Europa. Sus miembros (si bi...